Una historia de la Flora de los Cerros por Mateo Hernández

© Mateo Hernández

Siglos antes de la llegada de los europeos al territorio de la actual Colombia, el pueblo Muisca, asentado en la Sabana de Bogotá, tuvo la mayoría de sus áreas de habitación y cultivo en las bases de los cerros y áreas de planicie de esta región. La mayor parte de los cerros Orientales conservaban una vegetación de bosque altoandino, con sectores de matorrales hacia las cimas y laderas más rocosas. También podían encontrarse pequeños parches de vegetación paramuna en hondonadas encharcadas, donde dominaban los frailejones y otras plantas de alta montaña.

Los bosques antiguos, centenarios, de los que hoy quedan poquísimos restos en las localidades de San Cristóbal y Usaquén, estaban dominados por árboles bien adaptados a germinar entre la sombra y la hojarasca del bosque, a menudo poseedores de semillas relativamente grandes, un crecimiento lento y buena madera. Eran bosques con un dosel que podía alcanzar hasta 17-20 m de altura, donde los troncos de los ejemplares mayores tenían entre 50 y 100 cm de diámetro. Ramas y troncos se encontraban cargados de quiches, orquídeas, helechos y otras plantas epífitas. El sotobosque era denso y a menudo enmarañado, el suelo cubierto por gruesos colchones de hojarasca y musgos.

 

Los bosques antiguos, centenarios, de los que hoy quedan poquísimos restos en las localidades de San Cristóbal y Usaquén, estaban dominados por árboles bien adaptados a germinar entre la sombra y la hojarasca del bosque, a menudo poseedores de semillas relativamente grandes, un crecimiento lento y buena madera.

 

Eran bosques con un dosel que podía alcanzar hasta 17-20 m de altura, donde los troncos de los ejemplares mayores tenían entre 50 y 100 cm de diámetro. Ramas y troncos se encontraban cargados de quiches, orquídeas, helechos y otras plantas epífitas. El sotobosque era denso y a menudo enmarañado, el suelo cubierto por gruesos colchones de hojarasca y musgos.

Entre las principales especies de árboles de estos bosques estaban el cedro (Cedrela montana), arrayán negro (Myrcianthes rhopaloides), pino hayuelo (Prumnopitys montana), ruache (Prunus buxifolia), gaque (Clusia multiflora), aguacatillos (Persea mutisii, Persea ferruginea), amarillo (Aiouea dubia), susca (Ocotea sericea), encenillo (Weinmannia tomentosa), tuno roso (Axinaea macrophylla), mano de osos (Oreopanax incisus, Oreopanax bogotensis), naranjillo (Styloceras laurifolium), calabacillo (Meliosma bogotana) y uné (Daphnopsis caracasana).

 

Todas estas especies siguen creciendo hoy, en forma aislada, en relictos de vegetación conservada y en regeneración en muchas partes de estas montañas.

 

Especies de porte más pequeño, arbolitos y arbustos, que poblaban estos bosques, eran el corono (Xylosma spiculifera), arrayán (Myrcianthes leucoxyla), tuno esmeraldo (Miconia squamulosa), chucua o garrocho (Viburnum triphyllum), tominejeros (Palicourea lineariflora, Palicourea angustifolia, Psychotria boqueronensis) y muchos otros.

Hacia las cimas y laderas con suelos pedregosos, más expuestas a los elementos, se desarrollaban matorrales de entre 50 cm a 5 m de altura. Aquí dominaban especies muy distintas a las del bosque, que requerían mucho sol para crecer, como romeros de monte (Diplostephium rosmarinifolius, Pentacalia pulchella), laurel de cera (Morella parvifolia), mulato (Ilex kunthiana), charne (Bucquetia glutinosa), angelito (Monochaetum myrtoideum), frailejón de roca (Espeletiopsis corymbosa), cardones (Puya nitida, Puya lineata), uva de anís (Cavendishia bracteata), uva camarona (Macleania rupestris), reventaderas (Gaultheria anastomosans, Gaultheria erecta, (Pernettya prostrata), otras ericáceas (Gaylussacia buxifolia, Vaccinium floribundum), chites (Hypericum juniperinum, Hypericum mexicanum), sanalotodo (Arcytophyllum nitidum), doradilla (Chaetolepis microphylla), cortadera (Cortaderia hapalotricha), paja de páramo (Calamagrostis effusa) y algunas orquídeas resistentes (Epidendrum elongatum, Masdevallia coriacea, Stelis galeata, etc.). En algunos valles y hondonadas pantanosos podía encontrarse una vegetación de tipo paramuno, dominada por el frailejón (Espeletia grandiflora), acompañado por otras especies bien adaptadas a estos ambientes, como el sietecueros rojo (Tibouchina grossa), chusque (Chusquea scandens), chilcos (Baccharis latifolia, Baccharis nitida), amargoso (Ageratina tinifolia), rodamonte (Escallonia myrtilloides), etc.

Después de la llegada de los españoles, los bosques de los cerros empezaron a experimentar una presión cada vez mayor. Por desplazamiento de la población indígena y campesina hacia laderas cada vez más elevadas. Por extracción de maderas para construcción, para leña y carbón vegetal. Por la extracción de materiales de cantera y arcillas para la elaboración de tejas y ladrillos. Por quemas y talas para abrir cada vez más terrenos para la ganadería.

 

A medida que iban siendo talados y quemados los bosques de la montaña, la vegetación se iba transformando; bosques altos y con árboles gruesos, eran reemplazados por parches de bosques de menor porte y por matorrales. Así, empezaron a tomar prevalencia especies como el chilco (Baccharis latifolia), chusque (Chusquea scandens), espino (Duranta mutisii), laurel de cera (Morella parvifolia), raque (Vallea stipularis), salvio negro (Varronia cylindrostachya) y trepadoras como el coronillo (Muehlenbeckia tamnifolia). 

La vegetación paramuna, mejor adaptada a las quemas, a la exposición al sol y al pastoreo de animales, se iba extendiendo ladera abajo, en un proceso conocido como “paramización”.

A tal punto llegaron las actividades destructivas causadas por los seres humanos, que la cobertura vegetal de algunas montañas desapareció casi por completo. A comienzos del siglo XX, muchas laderas mostraban ya las rocas desnudas. La instalación de la electricidad en la ciudad fue clave para reducir, en este momento crítico, la presión sobre la vegetación restante de los cerros, habiéndose encontrado una alternativa a la leña para cocinar.

La compra de terrenos por parte del Acueducto de Bogotá para proteger las fuentes de agua de la ciudad, así como un mayor interés por proteger y recuperar la cobertura vegetal de los cerros, van impulsando la normatividad para la conservación de estas montañas, que culmina con la declaratoria, en 1977, de la Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá.

 

Desde la década de los 40 del siglo XX, pero sobre todo durante las décadas de los 60 y 70, se realizan grandes plantaciones de árboles exóticos para recuperar la cobertura vegetal en áreas fuertemente erosionadas de estas montañas. Así es como parte de ellas se cubren de monocultivos de eucalipto (Eucalyptus globulus), pino (Pinus patula), ciprés (Cupressus lusitanica) y acacias (Acacia dealbata, Acacia melanoxylon). Aunque estas plantaciones se hicieron más con un criterio forestal, sin tener en cuenta sus efectos en la conservación de las aguas ni de la biodiversidad, hay que reconocer que sí cumplieron el papel de reverdecer montañas que antes eran rocas desnudas y, con las décadas, han permitido una incipiente regeneración de los suelos.

De hecho, tras varias décadas de adecuada protección, se puede ver cómo en muchos sitios la vegetación nativa de los cerros Orientales se está regenerando en forma espontánea. Matorrales nativos van creciendo en altura, convirtiéndose en bosques de porte bajo. En áreas de viejos eucaliptales, donde los suelos no están excesivamente deteriorados, está creciendo un sotobosque dominado por cucharos, tunos esmeraldos, tominejeros y otras especies nativas. Plantaciones de pinos de más de 30 años de edad están envejeciendo, sus árboles están cayendo y, en forma natural, estos claros están siendo ocupados por mano de osos, raques y salvios negros.

 

Así que hay señales claras de que, mientras se puedan hacer efectivas las actividades de conservación de estas montañas, su flora seguirá recuperándose, incluso sin ningún tipo de ayuda directa. Y la flora seguirá cambiando, por supuesto. Especies invasoras, como los retamos liso (Genista monspessulana) y espinoso (Ulex europaeus) siguen extendiéndose por estas montañas, a menudo ayudados por las quemas, que eliminan la sombra y abren sitios adecuados para la germinación de estas especies

Los humanos también seguimos introduciendo, bienintencionadamente, pero a menudo sin una reflexión profunda sobre sus implicaciones, una serie de especies “nativas”, que lo son de Colombia, pero no de estos cerros. Así es como ahora se “restaura” la vegetación de estas montañas plantando roble (Quercus humboldtii), sangregado (Croton mutisianus), yarumo blanco (Cecropia telenitida), caucho Tequendama (Ficus tequendamae), caucho sabanero (Ficus americana) y pino romerón (Retrophyllum rospigliosii), todas las cuales son nativas de las vertientes exteriores a la Sabana de Bogotá, más húmedas, y no de la antigua vegetación de los Cerros Orientales.

 

Algunas de estas especies, como el roble y el sangregado, ya muestran señales clarísimas de estarse naturalizando en estas montañas, “escapadas” de los jardines y de los núcleos de restauración ecológica. Un hecho que, más que indicar algo negativo, nos muestra que la vegetación de los cerros es dinámica y seguirá cambiando década tras década, siglo tras siglo. Ojalá, mientras lo hace, continúe siendo el gran albergue de biodiversidad que ha logrado ser hasta el día de hoy.